Una hilera de rojas luminarias avanzaba en la penumbra hacia el pedestal en que unas muchachas acababan de dejar sus ramos de flores frescas, después de ascender por la escalinata de la Iglesia en una solemne procesión láica. La plaza toda de Villanueva de Sijena es un pretexto para que se erija el templo que la preside. Una tosca construcción del primer gótico construída con sillares y sillarejos de esa dulce arenisca rosada de los Monegros.
El chato campanario coronado por una cúpula lombarda, da amparo a dos enormes nidos sobre los que las cigüeñas trenzan en el cristalino cielo azul del atardecer su elegante rúbrica de pendolista.
Silencio. Los vecinos agrupados en la plaza contemplan e intervienen recogidos en esta ceremonia misteriosa, que aún sin pretenderlo tiene un inevitable acento litúrgico. En la mudez respetuosa que envuelve el pueblo, apenas se oye el tenue deslizarse de los pies y una lejana música que evoca el sacrificio del ''hereje''. Y en el aire contenido de este otoño primaveral y tibio, una atmósfera opresiva nos hace sentir a todos culpables de la muerte del hombre, mientras depositamos las llamas titilantes ante Miguel de Villanueva, Miguel Servet, físico, médico, teólogo, reformador religioso, astrónomo, astrólogo, filósofo y humanista, sabio descubridor de la circulación menor de la sangre y crítico con el dogma de la Trinidad, apodado por él mismo ''Revés'' en una premonitoria burla macabra.
Las campanas tocaban a muerto recordando la pasión y acabamiento de Miguel Servet, español de Aragón (''ex Aragonia hispanus''), portando en las manos temblorosas el recien firmado Manifiesto de Sijena en homenaje póstumo de aquel coloso del pensamiento, que tras ser quemado ''en efigie'' por la Inquisición romana fue torturado y quemado en la pira por decisión personal de Calvino, con leña húmeda y a fuego lento, en la ginebrina colina de Champel frente al lago Leman y los Alpes, sin querer retractarse de que Cristo era ''Hijo de Dios eterno'', mas no ''Hijo eterno de Dios''.
En esta vía dolorosa 450 años posterior, no estuvo Farel a su costado pero le acompañaban el catedrático de la City University de Nueva York, Angel Alcalá, autor de una primorosa edición crítica de su Obra Completa que aparece estos días; el teólogo Luís Betés; José Bada, filósofo y ex-consejero de Cultura; Lluis Duch, de la Universidad Autónoma de Barcelona; Gustavo Palomares, catedrático de Relaciones Internacionales; Marian Hillar, profesor de la Texas Southern University (Houston, EE.UU.); Fernando Solsona, catedrático de Radiología y jefe del Servicio de Medicina Nuclear del Hospital Miguel Servet de Zaragoza; Luis Miguel Tobajas; Jesús Vived; Donald W. McKinney, ministro emérito de la Primera Iglesia Unitaria (N.Y. EE.UU.); Eduardo Montull, de la Academia de Jurisprudencia y Legislación; el promotor general del Instituto, Bizén D'o Río; el alcalde Ildefonso Salillas, el presidente de Monegros Manuel Conte, profesores, intelectuales, políticos y vecinos, que le honraron con la mágica ofrenda del fuego y un manifiesto para la esperanza, mientras la estatua sedente del sabio ganaba estatura orlada por la luz temblorosa de los exvotos titilantes, metáforas del pensamiento, en la noche tibia y misteriosa cuyo silencio solemne enfatizaba el sonido espaciado de las severas campanadas, prestando ritmo y armonía a la más dispar y unida Junta de libertad.
© Dario Vidal (2004)