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CONGRESO
INTERNACIONAL
ACTOS DE CLAUSURA DEL AÑO SERVETIANO
ZARAGOZA
/ VILLANUEVA DE SIJENA – 22 Y 23 DE OCTUBRE
DE 2004 |
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MANIFIESTO
SERVETIANO DE SIJENA |
El
27 de octubre de 1553 Miguel Servet, español de Aragón,
como él se definía, humanista, médico, filósofo
y teólogo reformador nacido en Villanueva de Sijena, en
la provincia de Huesca, fue quemado vivo por los calvinistas de
Ginebra. Le acusaron de herejía, como ya había hecho
primero la Inquisición española y después
la francesa, de cuya cárcel escapó. Servet, pensador
radical y, en consecuencia, arriesgado, autor de unos pocos libros
de gran calado intelectual, quería “restituir el
cristianismo” a sus doctrinas y prácticas originales,
las anteriores al Concilio de Nicea del año 325. En esa
época, según él, ni unas ni otras se habían
contaminado con dogmas incomprensibles como el de la Trinidad
de Personas en un solo Dios ni con costumbres como la de bautizar
a niños desprovistos de libertad y de fe propias. En conjunto,
Servet proponía todo un sistema de pensamiento y de acción
que ninguna de las instituciones religiosas podía aceptar
sin renunciar a sus tradiciones y sus costumbres, que él
estimaba anticristianas y profundamente corruptas.
Lamentablemente,
el más radical, innovador y permanente de sus mensajes
quedó oscurecido por el humo y la ceniza de la hoguera
en que ardió. Este es el motivo de que queramos proponerlo
como urgente, pues nunca fue tan necesario como en el convulso
comienzo de este siglo XXI. Durante largos siglos, ni católicos
ni protestantes permitieron proclamar la libertad de conciencia
como derecho esencial e innato a toda persona. Con el derecho
a la vida no sólo es base de todos los demás, sino
que constituye la condición inalienable de la dignidad
humana.
Oscurecido,
pero no olvidado. Las grandes ideas tardan a veces siglos por
imponerse en la historia colectiva. “Me parece grave (escribe
Servet a sus veinte años, adelantándose a los nuevos
tiempos al cabo de más de mil años de silencio)
matar a un hombre sólo porque en alguna cuestión
yerre”; “[esta] nueva invención [fue] ignorada
por los Apóstoles y discípulos de la primera Iglesia”.
Por defender las propias ideas, proclama en otra parte: “nadie
debe ser perseguido, por más que, como suele decirse, parezca
que todo el orden del mundo se va a descomponer”. Bien le
interpretó otro humanista perseguido, Sebastián
Castellio, cuando le gritó a Calvino y a todos los tiranos
aquella frase inmortal: “Matar a un hombre por defender
una doctrina no es defender una doctrina, es matar a un hombre”.
Por fortuna, en aquel fuego ginebrino prendió la antorcha
que enarbolaron los pocos que se atrevieron, como Servet, a desafiar
con su inteligencia y su sacrificio las rutinas de una injusticia
inmemorial. Y hoy, gracias a esa germinal idea servetiana de la
libertad, que fue recogida y desarrollada por filósofos
y políticos progresistas, disfrutamos de la nuestra en
todos los países democráticos.
Cada
cual debe ser, pues, libre para elegir el sendero que según
su conciencia puede llevarle a la luz. Pero libertad de conciencia
equivale a un estrato de convivencia mucho más profundo
que la mera tolerancia, la cual siempre implica cierta actitud
de condescendencia desde un nivel superior. La tolerancia, pues,
puede conducir a la coexistencia de diferentes colectivos,
como sucedió en la llamada España de las tres culturas,
pero no lleva necesariamente a ese estadio de las relaciones humanas
que calificamos como convivencia, sin la cual no cabe
afirmar la dignidad de la diferencia.
Donde
sólo una verdad es tenida por evidente, nada es nunca criticado
y no se generan chispas de creatividad. Servet enseña que
cada cual necesita enfrentarse con sus propias verdades y con
sus posibilidades alternativas. Esta actitud fuerza a justificar
las propias ideas y a producir sinceridad y excelencia. Igual
que una auténtica cultura necesita libertad para florecer
y el pez agua para vivir, así el sentimiento religioso
de cada persona y las religiones en cuanto instituciones viven
y respiran mejor en respetuosa libertad recíproca y en
total independencia del Estado.
Muchos
crímenes se han cometido y se siguen cometiendo por culpa
de los estímulos predicados por algunas religiones. Toda
religión es ambigua: fuente de consuelo, esperanza y compasión,
pero también en muchas ocasiones fuente de intolerancia,
desprecio e incluso violencia. La nueva situación internacional
obliga a extender al islamismo radical lo que parecía propio
de la Iglesia con sus cruzadas y su Inquisición, y del
protestantismo con su intransigencia similar a la católica.
Toda religión puede inspirar actos de odio cuando se siente
exclusiva. En nuestra época predominan prejuicios de todo
tipo, tanto étnicos como religiosos, que deben ser superados
a fin de que no perezcamos todos en esta desintegración
y esta violencia que nos atosiga.
Pero la libertad es indivisible. La de conciencia, expresión
y decisión de cada persona, exige su complemento: no se
puede ser libre en el ámbito privado de la vida humana
y dejar de serlo en las varias dimensiones de la vida social.
Por eso, a la vez que exigimos con Servet que a todos los hombres
y pueblos del mundo les sea posible disfrutar de su derecho innato
a esas libertades básicas, proclamamos también como
esencial el derecho a la igualdad, el derecho a la enseñanza
(sin que sea tolerable obligarla a impartirla en lengua distinta
a la materna si así lo exigen las leyes fundamentales o
la tradición cultural o social del territorio en que se
vive), el derecho a la familia, el derecho al trabajo y a la vivienda,
el derecho a la salud, el derecho a un medio ambiente no degradado,
el derecho a la libertad de empresa coherente con un estado del
bienestar eficiente, el derecho a la libre asociación,
el derecho a exigir de los gobernantes el cumplimiento escrupuloso,
tanto por las administraciones públicas de todo tipo como
por los ciudadanos, de las constituciones que rigen el destino
de una sociedad, y en definitiva y por encima de todo, el derecho
a la paz, la cual sólo es posible como fruto de la justicia
política y social.
Para
garantizar estos derechos, implícitos en la doctrina de
Servet, ningún régimen político supera al
sistema democrático, culminación de los logros intelectuales
perfilados en el Renacimiento y perfeccionados en la Ilustración.
Pero esta tradición humanista e ilustrada ha sido siempre
contestada desde numerosas posiciones, que abarcan desde el fanatismo
de inspiración religiosa hasta la más reciente indiferencia
postmoderna. El postmodernismo dominante representa la más
soterrada operación de vaciado de contenido de las democracias,
manifestándose en el relativismo cultural, el egoísmo
individualista, la crítica negativa, el pesimismo social
y la irresponsabilidad nihilista.
Frente
a los fanatismos religiosos y a los absolutismos políticos
que niegan la existencia de los derechos inalienables del individuo
o enervan su ejercicio, es menester luchar pacíficamente,
con palabras de convicción y no con armas de destrucción,
para que estos principios fundamentales sean aceptados y puestos
en práctica por todos los hombres y pueblos de buena voluntad.
No en el nombre de Dios o de una idea política, que tantas
veces han servido y aún sirven para dividir y matar, sino
en el nombre del ser humano y de la naturaleza que le rodea, cuyos
elementos también participan de la esencia divina. Y así
se mostrará que la hoguera de Servet no ardió en
vano. La luz de su fuego nos ilumina todavía.
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