MANIFIESTO
SERVETIANO DE SIJENA |
El 27 de octubre de 1553 Miguel
Servet, español de Aragón, como él se definía, humanista, médico,
filósofo y teólogo reformador nacido en Villanueva de Sijena, en la
provincia de Huesca, fue quemado vivo por los calvinistas de
Ginebra. Le acusaron de herejía, como ya había hecho primero la
Inquisición española y después la francesa, de cuya cárcel escapó.
Servet, pensador radical y, en consecuencia, arriesgado, autor de
unos pocos libros de gran calado intelectual, quería “restituir el
cristianismo” a sus doctrinas y prácticas originales, las anteriores
al Concilio de Nicea del año 325. En esa época, según él, ni unas ni
otras se habían contaminado con dogmas incomprensibles como el de la
Trinidad de Personas en un solo Dios ni con costumbres como la de
bautizar a niños desprovistos de libertad y de fe propias. En
conjunto, Servet proponía todo un sistema de pensamiento y de acción
que ninguna de las instituciones religiosas podía aceptar sin
renunciar a sus tradiciones y sus costumbres, que él estimaba
anticristianas y profundamente corruptas.
Lamentablemente, el más radical,
innovador y permanente de sus mensajes quedó oscurecido por el humo
y la ceniza de la hoguera en que ardió. Este es el motivo de que
queramos proponerlo como urgente, pues nunca fue tan necesario como
en el convulso comienzo de este siglo XXI. Durante largos siglos, ni
católicos ni protestantes permitieron proclamar la libertad de
conciencia como derecho esencial e innato a toda persona. Con el
derecho a la vida no sólo es base de todos los demás, sino que
constituye la condición inalienable de la dignidad humana.
Oscurecido, pero no olvidado.
Las grandes ideas tardan a veces siglos por imponerse en la historia
colectiva. “Me parece grave (escribe Servet a sus veinte años,
adelantándose a los nuevos tiempos al cabo de más de mil años de
silencio) matar a un hombre sólo porque en alguna cuestión yerre”;
“[esta] nueva invención [fue] ignorada por los Apóstoles y
discípulos de la primera Iglesia”. Por defender las propias ideas,
proclama en otra parte: “nadie debe ser perseguido, por más que,
como suele decirse, parezca que todo el orden del mundo se va a
descomponer”. Bien le interpretó otro humanista perseguido,
Sebastián Castellio, cuando le gritó a Calvino y a todos los tiranos
aquella frase inmortal: “Matar a un hombre por defender una doctrina
no es defender una doctrina, es matar a un hombre”. Por fortuna, en
aquel fuego ginebrino prendió la antorcha que enarbolaron los pocos
que se atrevieron, como Servet, a desafiar con su inteligencia y su
sacrificio las rutinas de una injusticia inmemorial. Y hoy, gracias
a esa germinal idea servetiana de la libertad, que fue recogida y
desarrollada por filósofos y políticos progresistas, disfrutamos de
la nuestra en todos los países democráticos.
Cada cual debe ser, pues, libre
para elegir el sendero que según su conciencia puede llevarle a la
luz. Pero libertad de conciencia equivale a un estrato de
convivencia mucho más profundo que la mera tolerancia, la cual
siempre implica cierta actitud de condescendencia desde un nivel
superior. La tolerancia, pues, puede conducir a la
coexistencia de diferentes colectivos, como sucedió en la
llamada España de las tres culturas, pero no lleva necesariamente a
ese estadio de las relaciones humanas que calificamos como
convivencia, sin la cual no cabe afirmar la dignidad de la
diferencia.
Donde sólo una verdad es tenida
por evidente, nada es nunca criticado y no se generan chispas de
creatividad. Servet enseña que cada cual necesita enfrentarse con
sus propias verdades y con sus posibilidades alternativas. Esta
actitud fuerza a justificar las propias ideas y a producir
sinceridad y excelencia. Igual que una auténtica cultura necesita
libertad para florecer y el pez agua para vivir, así el sentimiento
religioso de cada persona y las religiones en cuanto instituciones
viven y respiran mejor en respetuosa libertad recíproca y en total
independencia del Estado.
Muchos crímenes se han cometido
y se siguen cometiendo por culpa de los estímulos predicados por
algunas religiones. Toda religión es ambigua: fuente de consuelo,
esperanza y compasión, pero también en muchas ocasiones fuente de
intolerancia, desprecio e incluso violencia. La nueva situación
internacional obliga a extender al islamismo radical lo que parecía
propio de la Iglesia con sus cruzadas y su Inquisición, y del
protestantismo con su intransigencia similar a la católica. Toda
religión puede inspirar actos de odio cuando se siente exclusiva. En
nuestra época predominan prejuicios de todo tipo, tanto étnicos como
religiosos, que deben ser superados a fin de que no perezcamos todos
en esta desintegración y esta violencia que nos atosiga.
Pero la libertad es indivisible. La de conciencia, expresión
y decisión de cada persona, exige su complemento: no se puede ser
libre en el ámbito privado de la vida humana y dejar de serlo en las
varias dimensiones de la vida social. Por eso, a la vez que exigimos
con Servet que a todos los hombres y pueblos del mundo les sea
posible disfrutar de su derecho innato a esas libertades básicas,
proclamamos también como esencial el derecho a la igualdad, el
derecho a la enseñanza (sin que sea tolerable obligarla a impartirla
en lengua distinta a la materna si así lo exigen las leyes
fundamentales o la tradición cultural o social del territorio en que
se vive), el derecho a la familia, el derecho al trabajo y a la
vivienda, el derecho a la salud, el derecho a un medio ambiente no
degradado, el derecho a la libertad de empresa coherente con un
estado del bienestar eficiente, el derecho a la libre asociación, el
derecho a exigir de los gobernantes el cumplimiento escrupuloso,
tanto por las administraciones públicas de todo tipo como por los
ciudadanos, de las constituciones que rigen el destino de una
sociedad, y en definitiva y por encima de todo, el derecho a la paz,
la cual sólo es posible como fruto de la justicia política y social.
Para garantizar estos derechos,
implícitos en la doctrina de Servet, ningún régimen político supera
al sistema democrático, culminación de los logros intelectuales
perfilados en el Renacimiento y perfeccionados en la Ilustración.
Pero esta tradición humanista e ilustrada ha sido siempre contestada
desde numerosas posiciones, que abarcan desde el fanatismo de
inspiración religiosa hasta la más reciente indiferencia
postmoderna. El postmodernismo dominante representa la más soterrada
operación de vaciado de contenido de las democracias, manifestándose
en el relativismo cultural, el egoísmo individualista, la crítica
negativa, el pesimismo social y la irresponsabilidad nihilista.
Frente a los fanatismos
religiosos y a los absolutismos políticos que niegan la existencia
de los derechos inalienables del individuo o enervan su ejercicio,
es menester luchar pacíficamente, con palabras de convicción y no
con armas de destrucción, para que estos principios fundamentales
sean aceptados y puestos en práctica por todos los hombres y pueblos
de buena voluntad. No en el nombre de Dios o de una idea política,
que tantas veces han servido y aún sirven para dividir y matar, sino
en el nombre del ser humano y de la naturaleza que le rodea, cuyos
elementos también participan de la esencia divina. Y así se mostrará
que la hoguera de Servet no ardió en vano. La luz de su fuego nos
ilumina todavía.
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