La
preocupación de Servet por entender y, lo que
es más importante, encajar este misterio en las
Sagradas Escrituras, le llevó con apenas veinte
años a escudriñar los textos sagrados y
los textos patrísticos en busca de una evidencia,
siquiera indirecta, acerca del misterio de la Trinidad.
Tras este concienzudo examen, Servet advierte que la
Biblia no contiene ninguna referencia a la Trinidad, por
lo que llega a la conclusión de que dicho dogma
resulta incomprensible e incompatible con el monoteísmo
cristiano.
La mayoría de los biógrafos de Servet advierten
que sus dudas estaban fundadas en esta ausencia de referencia
a la Trinidad en las Escrituras. Siendo ello cierto, debería
destacarse que la actitud de Servet habría sido
también el fruto del análisis al que éste
somete la propia historia del cristianismo antes de convertirse
en la religión oficial del imperio romano y, en
particular, los intentos de monopolizar toda manifestación
religiosa desde el culto cristiano. Veamos qué
significa esto.
Debido a la pugna por el dominio de las masas urbanas,
apegadas a cultos mucho más antiguos y ricos, las
primeras comunidades cristianas (gentiles) comenzaron
a mimetizar formas culturales y cosmogónicas propias
de sus cultos rivales. El hecho de que los primeros y
principales escenarios del florecimiento de las comunidades
cristianas sean las provincias orientales del Imperio,
las religiosamente más turbulentas y variadas,
provocará tal confusión teológica
que deformará el primitivo Cristianismo.
La figura de Jesús, que hasta finales del s. I,
era considerada como mesías y profeta por y para
la comunidad judeocristiana de Jerusalén (dirigida
por Diego, hermano de Jesús), empezó a ser
difundida a los gentiles en estrecha semejanza a la del
Dios Solar. La identificación de Jesús-Cristo
con Apolo, Mitra y Adonis creaba una imagen mental entre
los conversos paganos radicalmente distinta de la original.
Sin embargo, se abrían jugosas posibilidades proselitistas
entre los que, a partir de Pablo, juzgaban necesaria la
evangelización de los no judíos. A estos
efectos, el círculo de Pablo, Bernabé y
posteriormente Pedro se valió de la imaginería
pagana de una docena larga de religiones anteriores para
"transformar" el concepto, judío y exclusivista,
de Mesías, en una especie de copia del típico
Dios Solar pagano.
El siguiente paso para facilitar la asimilación
del cristianismo por las comunidades paganas pasaba por
fusionar la relación jerárquica entre Jesús
y Dios a través del modelo religioso trinitario.
Como sabemos a Jesús se le llama en los Evangelios
“Hijo de Dios”. Debe destacarse en este sentido
que en las más diversas confesiones aparece repetida
la división Dios Padre, Diosa Madre y Dios Hijo,
siendo la más destacada la de los egipcios, algo
que, en principio, no parece muy compatible con el Antiguo
Testamento.
La
mención a un Espíritu Santo, que aparece
en algunos momentos de la narración evangélica,
dio pie a que se transformara en la “pieza”
femenina de la Trinidad. Consentida o no por los primeros
obispos, lo cierto es que esta doble reinterpretación
de la naturaleza divina de Jesús y Dios, aunque
abrió la doctrina cristiana a unas enormes y populosísimas
masas de gentiles, colocó un “Caballo de
Troya” en la fortaleza teológica del cristianismo
susceptible de hundirlo en cualquier momento. Como se
ha destacado supra, la sombra del antitrinitarismo amenazó
a la Iglesia desde Arrio, pero no obligó a la jerarquía
eclesiástica a reformar el dogma de la Trinidad,
por lo que este apetitoso punto débil fue aprovechado
por la mayoría de los reformadores radicales del
s XVI, con Servet como figura señera.
El pensamiento trinitario de Servet se contiene básicamente
en tres de sus obras. La primera, bajo el título
“Sobre los errores de la Trinidad”
(De Trinitatis Erroribus) fue impresa en Estrasburgo
en 1531. Un año después aparece un nuevo
tratado sobre el mismo tema “Dos Diálogos
sobre la Trinidad” (Dialogorum de Trinitate,
libri duo). Finalmente, en la obra que constituye
el compendio de su sistema teológico, “La
Restitución del Cristianismo” (Christianismi
Restitutio- 1553), Servet le dedicará al
tema de la Trinidad siete libros.
En las tres obras citadas Servet criticará y refutará
la formulación nicena del misterio de la Trinidad
y su elaboración posterior por la doctrina escolástica.
Como ha destacado Luis Betés, el misterio de la
Trinidad se formula como sigue: Dios es una sola sustancia
o una sola esencia. La unidad esencial de la naturaleza
divina es compartida indistintamente por tres divinas
personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. El Padre
no es engendrado ni procede de nadie. El Hijo es engendrado
(no creado) eternamente por el Padre y el Espirítu
Santo procede del Padre y del Hijo. Son distintos en cuanto
personas, pero todos participan por igual de los atributos
divinos, porque los tres son Dios, aunque no puede hablarse
de tres dioses. (Luis Betés “Anotaciones
al pensamiento teológico de Miguel Servet”,
Instituto de Estudios Sijenenses “Miguel Servet”,
1975, p. 5).
Frente a la doctrina oficial de la Iglesia, también
compartida en este caso por luteranos y calvinistas, Servet
propone una interpretación “modalista”
de la Trinidad, que juzga más acorde con las Sagradas
Escrituras. No acepta que el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo sean «personas» en el sentido de cosas
distintas -cosas metafísicas- aunque acepta que
pueda hablarse de persona en el sentido de apariencia,
manifestación o modo de presentarse. Así,
Servet no entiende cómo, si son personas, es decir,
cosas metafísicamente distintas, puede evitarse
el triteísmo. Para salvar este escollo, Servet
se inclina por el modalismo que le parece suficiente para
explicar la diversidad de la Trinidad -diverso modo de
manifestación- y mantener la unidad divina. Hay
un solo Dios y una sola divinidad; pero la divinidad de
Dios se manifiesta por la Palabra y se comunica por el
Espíritu: "Del mismo modo que la Palabra
es la esencia de Dios en cuanto que se manifiesta al mundo,
así también el Espíritu es la esencia
de Dios en cuanto se comunica al mundo. El Espíritu
brotaba con la Palabra, Dios alentaba al hablar. El Espíritu
y la Palabra tenían la misma sustancia, pero diferente
modo” (C. R., p. 103). (Luis Betés,
“El pensamiento teológico de Miguel Servet”,
Turia, pp. 258-259).
Este texto demuestra que Servet no era antitrinitario,
sino que defendía una interpretación alternativa
al dogma de la Trinidad. De hecho, como destaca Luis Betés,
“la versión servetiana coincide, en parte,
con la más sana ortodoxia, toda vez que la Iglesia
católica acepta que la segunda persona, el Verbo
Divino, es la manifestación de Dios, la Palabra
de Dios, y que el Espíritu Santo es la comunicación
de Dios, o Dios hecho Don para los hombres. Pero mientras
Servet se queda ahí en lo que podríamos
llamar la personalidad funcional (que es la más
clara en la Escritura), la Iglesia precisa la personalidad
metafísica para cada una de las tres divinas Personas.”
(Luis Betés, “Anotaciones al pensamiento
teológico de Miguel Servet”, Instituto
de Estudios Sijenenses “Miguel Servet”, 1975,
p. 16).
La
cuestión de fondo que recorre este debate teológico
varias veces centenario es tan trascendente como oculta.
La divinidad y/o humanidad de Jesús, ya que no
se puede dudar sobre este aspecto en el caso del Padre
y del Espíritu Santo, gira en torno a su posicionamiento
respecto de la Historia y del Plan Divino. Si se acepta
el carácter eminentemente humano del nazareno,
se puede correr el riesgo de valorar su figura histórica
como la de un profeta, esto es, como la de un simple hombre
que recibe un mensaje de la divinidad con un contenido
religioso. Dicho de otra forma, las herejías, que
implícitamente sostienen que Jesús fue un
hombre con una especial relación con Dios, no un
ente semidivino, equiparan directamente o indirectamente
su figura con la de un profeta. Estos postulados son extremadamente
peligrosos desde la perspectiva de aquellas confesiones
que se atribuyen la interpretación única
y definitiva del mensaje profético.
Según
la lógica veterotestamentaria, Dios habla a su
pueblo por medio de profetas (nabi´im),
encargados de revelar los designios divinos para corregir
o dar esperanzas a los fieles y, necesariamente, intervenir
en el curso de la Historia. Todos los profetas del Antiguo
Testamento tienen una misión, bien sea reformar
el culto, advertir de los vicios, profetizar desgracias
o venturas futuras o justificar la adhesión a un
bando político, y de su éxito o fracaso
depende la suerte de su pueblo. Además, se insiste
en la presencia de falsos profetas, gente que, con el
mismo derecho que los verdaderos, instruye, arenga, culpabiliza,
ayuda o manipula a los que creen. Por todo ello, la confianza
debida a la prédica del profeta sólo es
justificable como un acto de fe, mediante la cual el creyente
sabrá distinguir lo bueno de lo malo, lo verdadero
de lo falso.
Insistir
en la humanidad de Jesús es equipararlo a un profeta,
lo cual comporta su asimilación a figuras como
Isaías, Ezequiel o Daniel. Trae un mensaje revelado
por Dios y de obligado cumplimiento, pero circunscrito
a un momento histórico en que los intereses divinos
se centran, no en la cautividad babilónica o la
ruina de Judá, sino en la reforma del culto (farisaico)
y la reconstrucción moral de la comunidad hebrea
de Palestina al margen de un Templo sumido en la obsolescencia
y la corrupción. Si estos designios son cumplidos
se habrá hecho la voluntad de Dios, y si no, se
habrá castigado en consecuencia. Pero todo ello
es doctrinalmente peligroso. Los profetas son hombres
de su tiempo y sus mensajes son, a veces, confusos, cuando
no incoherentes. Sus prédicas no pueden distinguirse
de la de los falsos profetas, o por lo menos, no hasta
que ocurran sus profecías. A esto se suma que Dios
puede intervenir en el mundo en el futuro a través
de nuevos profetas portadores de nuevas buenas nuevas.
Si no se blinda teológicamente la posición
de Jesús afirmando su eternidad y su naturaleza
divina, como Hijo Único de Dios, tal como hacen
las ortodoxias, puede caerse en un relativismo religioso
de imprevisibles consecuencias. Es necesario que el mensaje
del nazareno tenga una diferencia de grado máximo
con la de un vulgar profeta, tal como corresponde a la
doctrina de una naturaleza divina.
Si
no se afirma la divinidad eterna de Cristo, en contra
de lo que han sostenido numerosas herejías, cabe
la posibilidad de que aparezca en el decurso de los siglos
un nuevo maestro, nabi, profeta o mesías, intitulado
Hijo de Dios, que actualice el conocimiento de la voluntad
divina para los hombres, con la misma autoridad que Jesús,
porque la confirmación de su doctrina será
un acto de fe personal. Ya ocurrió con Mahoma,
y vuelve a ocurrir con los más iluminados gurús
contemporáneos.
En cuanto a Jesucristo, Servet coincide con la iglesia
romana, luteranos y calvinistas, cuando afirma que Jesucristo
es Dios hecho hombre, el Verbo hecho carne. Sin embargo,
frente a la concepción de la iglesia romana (compartida
por Lutero y Calvino) de que Jesucristo es eterno, como
también lo es el Padre, Servet defenderá
que, puesto que Cristo es creado por Dios, no puede ser
Hijo eterno, a pesar de que en la persona de Cristo se
juntan dos personalidades, la humana y la divina. Esta
concepción de Cristo, sin embargo, no merma en
absoluto la acendrada fe de Servet en Jesucristo como
nexo elemental y necesario entre los hombres y Dios, algo
que sus acusadores no supieron o no quisieron ponderar
y valorar en su favor, probablemente por las razones que
se apuntan en el siguiente párrafo.
Excepto para un puñado de reformistas radicales,
la negación de la eternidad de Jesucristo, en cuanto
que podía ser interpretado como un alejamiento
de Cristo de la esencia divina, suponía para los
católicos, luteranos y calvinistas (confesiones
vinculadas al poder civil) una degradación de la
persona de Cristo, lo que, en definitiva, podía
enervar la efectividad de la utilización de su
mensaje ante los fieles y ello, a su vez, representar
un obstáculo a la utilización de la religión
como mecanismo de control social. Para evitar este efecto
pernicioso, el Código de Justiniano, norma vigente
en la mayoría de la jurisdicciones eclesiásticas
de occidente, tipificaba la negación de la Trinidad
como un delito de herejía castigado con la pena
de muerte, cuando se cometía en concurso con otro
delito de herejía (esto es, el rechazo del bautismo
de los párvulos). Estos fueron precisamente los
cargos que llevaron a Servet a la hoguera en Ginebra
(1553), y con anterioridad, a ser quemado en efigie por
orden de la Inquisición francesa en Viena del Delfinado.
Por
su particular concepción del Misterio de la Trinidad,
Miguel Servet es considerado por algunas corrientes del
Movimiento Unitario Universalista como una referencia
ineludible para entender los orígenes de la religión
unitaria, gozando paulatinamente de un mayor reconocimiento
entre los seguidores de este movimiento.
Texto
de Sergio Baches Opi y Andrés Galindo Blecua.
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